Siempre me he sentido atraído por la aparente unidad de la Iglesia Católico Romana frente a las tantas y tan diferentes denominaciones protestantes. Si la Iglesia es un cuerpo, ¿cómo puede estar un cuerpo tan dividido? Si todas las denominaciones dicen poseer la sana doctrina y la verdad, ¿cómo es que se contradicen mutuamente en muchas de sus doctrinas?
Lo cierto es que con el paso de los años he descubierto que ni la Iglesia Católico Romana está tan unida ni la diversidad de las denominaciones protestantes son tan perjudiciales. De hecho, a día de hoy, considero que la pluralidad de denominaciones es la inexorable consecuencia de la sincera búsqueda de la Verdad.
Déjenme aclarar, brevemente, lo expresado anteriormente.
Aunque la Iglesia Católica Romana declara ser una, lo cierto es que dentro de ella encontramos muchas y dispares «denominaciones». Por razones evidentes, ellos no las llaman: «denominaciones», sino que prefieren titularlas: «escuelas teológicas». Algunas de ellas son los dominicos (con tendencia hiper-calvinista, por lo que la soteriología es muy diferente a la declarada por el magisterio de la Iglesia Católica Romana); los jesuitas (que rozan los límites del semipelagianismo, contrarios a los dominicos); los tomistas (que consideran que las enseñanzas de la iglesia sólo pueden ser entendidas con los fundamentos teológicos básicos de Tomás de Aquino); opuestos, en diferentes aspectos, a los tomistas se encuentran los escotistas y molinistas; agustinianos, etc.
Las diferencias entre «las escuelas teológicas» mencionadas no son mínimas, sino que distan en puntos doctrinales tan importantes, como los que se dan en las muchas denominaciones protestantes. Por tanto, no hay razón para acusar al protestantismo de dispar y ajeno a la Verdad, pues el mismo juicio caería sobre el Catolicismo Romano.
Por otro lado, el cerrado dogmatismo del Magisterio de la Iglesia Católica –considerado por sí mismos como infalible– que amenaza con la excomunión por “hereje” a todos aquellos que se revelen contra sus enseñanzas, promueve enormes peligros, a saber, insinceridad –pues si alguien opina diferente no puede manifestarlo con eficacia por miedo a la excomunión–, detiene la libertad de pensamiento, coacciona e intimida a los feligreses con espíritu investigativo, conlleva una rígida uniformidad –no por ello unidad–, hipocresía, etc.
Por supuesto, el propósito de este escrito no es hacer una crítica destructiva al catolicismo, pues sé que también podríamos recibir una legítima crítica al protestantismo de su parte. La diferencia es que yo, como protestante, tengo la libertad de reconocer y criticar mi propia creencia, de interactuar sin miedo a la excomunión –pues sólo nos debemos a Jesucristo–, de protestar con eficacia, de corregir los errores y dejar que me corrijan, de procurar la auténtica unidad cristiana, no la obligada e impuesta –por medio de la coacción–, sino la que es fruto de la verdadera libertad en Cristo, pues como dijo el Maestro: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn. 8:32). No tengo que defender o justificar una enorme institución humana que demanda obediencia para sí. Mi compromiso es sólo con Dios y con su Hijo.
Además, los creyentes deben buscar la unidad en la Verdad, por lo que no están obligados a permanecer en una iglesia que consideran está en disconformidad con la Palabra de Dios en la doctrina fundamental. Por tanto, la diversidad es una necesidad. No obstante, las denominaciones pueden ser diferentes en lo periférico, siempre y cuando el núcleo esencial de la fe sea el mismo para todos.
Por otro lado, la imperfección de la humanidad y la limitada razón del hombre exigen también de esta diversidad de pensamiento y, por ende, variedad denominacional. Aseverar tener el monopolio de la correcta interpretación de la Palabra de Dios es una actitud más sectaria que cristiana. Razón por la cual todo creyente debe ser crítico con cualquier ideología, venga de la iglesia que venga o de “apóstol” u obispo que venga, tal y como los de Berea hicieron con las enseñanzas del mismo apóstol Pablo y Silas, «pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así» (Hch. 17:11).
Incluso el judaísmo, nunca fue homogéneo, sino que se caracterizó por la diversidad de pensamiento dentro de ella, aun cuando tenían como base la misma Revelación divina. Jesucristo, como judío, convivió rodeado de las diferentes «denominaciones» judías: fariseos, saduceos, esenios, zelotes, herodianos, etc. Curiosamente, Jesús llamó al ministerio y concedió la vida eterna a hombres pertenecientes a las distintas confesiones y, aunque a lo largo de las epístolas se corrigen algunas ideas equivocadas de algunos de estos grupos, está nunca fue la preocupación de Jesús.
De la misma forma, el primigenio movimiento cristiano tampoco fue tan uniforme como podemos imaginar, pues nada más surgir, comenzaron a darse grandes diferencias (Hch. 6), llegando a denominarse: discípulos «hebreos» y «helenistas». Sin embargo, no por ello dejaron de ser verdaderos discípulos (por implicación, cristianos).
En resumen, ni la Iglesia Católico Romana está tan unidad, ni la diversidad protestante es tan negativa como se piensa. Las denominaciones son la inexorable consecuencia de la libertad de pensamiento, de la limitada capacidad y entendimiento humano, de la riqueza y profundidad de la Palabra de Dios que, nosotros, los hombres, tratamos de entender y con la ayuda del Espíritu de Dios, vamos consiguiendo.
Un saludo,
José Daniel Espinosa.